Los espacios físicos tienen un papel fundamental en la construcción de comunidad y la promoción de la inclusión social. Más allá de ser contenedores de actividades, los espacios pueden acontecer motores de transformación social si favorecen el encuentro, la interacción y el sentimiento de pertenencia. No basta con abrir puertas: para que un espacio sea realmente comunitario, hay que diseñarlo con criterios que garanticen su apertura y su capacidad de acogida.

Hace 40 años, un grupo de vecinos y vecinas de Sant Boi ocuparon un edificio de viviendas abandonado y lo convirtieron en un espacio comunitario vive, que con el tiempo se ha consolidado en el que hoy es la Fundación Marianao. Este espacio ha crecido y evolucionado, pero mantiene la esencia de un lugar abierto, donde la comunidad convive y participa activamente. Esta experiencia nos ha permitido entender qué hace que un espacio sea realmente comunitario e inclusivo.

  1. El arraigo en el territorio: sentirse parte del espacio

Un espacio comunitario tiene que estar conectado con su entorno y con la vida de las personas que viven. Cuando la comunidad ha participado en su creación, en su gestión o en su evolución, se genera un sentimiento de pertenencia que lo hace vivo y significativo. La historia de un espacio y la implicación de la comunidad en su consolidación favorecen que las personas lo sientan como propio y lo cuiden.

  1. Un espacio abierto a la diversidad de perfiles y necesidades

Para que un espacio sea realmente inclusivo, tiene que acoger personas con realidades diferentes sin segmentar ni etiquetar. No se trata de crear lugares exclusivamente para colectivos vulnerables, sino de construir espacios abiertos donde personas con diferentes necesidades e intereses puedan convivir e interaccionar. El objetivo es romper la dinámica asistencialista y promover la participación de todo el mundo, independientemente de su situación social.

No hay espacios dedicados a un grupo exclusivo, sino que todo el mundo tiene la oportunidad de aprovecharlos según sus necesidades



  1. Relaciones horizontales y convivencia basada en el respeto

Un espacio comunitario no puede reproducir jerarquías que limiten la interacción entre las personas. El aprendizaje y la convivencia se dan cuando se crean dinámicas de intercambio donde todas las personas, independientemente de su edad, procedencia o condición social, pueden compartir experiencias desde el respeto y la equidad. El intercambio intergeneracional e intercultural enriquece y da valor en los espacios comunitarios.

  1. Espacios polivalentes y compartidos: todo es de todo el mundo y nada es de nadie

Los espacios comunitarios tienen que ser polivalentes y compartidos, donde no hay espacios dedicados a un grupo exclusivo, sino que todo el mundo tiene la oportunidad de usarlos y aprovecharlos según sus necesidades. Esta flexibilidad permite que el espacio sea vivo y dinámico, adaptándose constantemente a los cambios y a las demandas de la comunidad. Así, se fomenta el sentimiento de colectividad y la idea que todo es de todo el mundo y nada es de nadie.

  1. Más allá del uso del espacio: generar dinámicas comunitarias

Un espacio por sí solo no genera comunidad si no hay una estrategia para dinamizarlo. No basta con abrir una equipación si las personas que llegan no tienen oportunidades de encuentro, de intercambio y de participación real. Por eso, es esencial fomentar actividades, espacios informales de diálogo y mecanismos para escuchar las necesidades de la comunidad y adaptar el espacio y sus acciones a estas demandas.

  1. Las personas también hacen el espacio: hospitalidad, calidez y buen trato

Además de los aspectos físicos, las personas que gestionan y ocupan el espacio son clave para su inclusión. Un espacio comunitario tiene que ser accesible no solo físicamente, sino también emocionalmente. Las personas tienen que sentirse bienvenidas, y esta acogida se refleja en la actitud, en las sonrisas, en la disponibilidad para ayudarse mutuamente y en la creación de un ambiente de buen humor y amabilidad. La hospitalidad, el buen trato y la calidez en la acogida hacen que todo el mundo se sienta parte del espacio. El color, la iluminación y el mobiliario también juegan un papel fundamental para transmitir esta sensación de bienestar y pertenencia.

Un espacio comunitario no es solo un edificio: es un entorno vivo que se construye con y para las personas. Para que sea realmente inclusivo, hay que superar la visión asistencialista y apostar por modelos abiertos, flexibles y conectados con la realidad de la comunidad. No basta con tener un lugar físico; aquello que lo hace vivo son las relaciones que se tejen, la diversidad que convive y el sentimiento de pertenencia que genera. Construir espacios así es una responsabilidad colectiva: instituciones, entidades y ciudadanía tienen que trabajar conjuntamente para hacer de estos lugares verdaderos motores de convivencia y transformación social. Cuando un espacio se construye entre todas las personas que lo viven y lo sienten como propio, se convierte en comunidad.